miércoles, 17 de octubre de 2012

Rojo y Verde

La mujer salió del edificio blanco, la mole abigarrada que repartía la vida y la muerte de forma equitativa. Sintió el olor a fritanga de los churros y continuó decidida hacia la parada del autobús. Llevaba el gran sobre blanco en la mano, dentro está mi cabeza, pensó. Quizás fuera por eso, por pensar, que no advirtió la agitación de los árboles, el vaivén de las faldas, el viento de levante. No puede ser, se dijo, cuando sintió volar el sobre con la radiografía.

Lentamente vio cómo el sobre se posaba en medio de la gran avenida transitada y cómo los coches iban atropellándolo, uno detrás de otro. El hombrecillo de rojo en el semáforo. La imagen de la máquina metálica de luces convulsas fotografiándola por dentro. Sólo esa copia. Amagó con cruzar una, dos, tres veces. Veinte segundos, el tiempo que duraba la cuenta atrás del hombrecillo verde, bastaban para correr hasta allí y recuperar el secreto dentro del papel blanco. “Antes no había tantos adelantos hija”, había dicho ella justo en ese lugar hacía un par de horas. Vio las imágenes sueltas de la mañana el sollozo desgarrado del niño, el levante germinando por la mañana hasta erizar el cuello. Miró hacia atrás, como buscando a alguien. Sólo encontró a un chico con melena y auriculares, demasiado ocupado o demasiado alelado siquiera para moverse. Vio al sobre alejarse más, creyó haberlo perdido de vista.

~~~La luz cambió de color.~~~

“Julia Rodríguez, pase por favor”, oyó decir Marta que en ese momento exploraba una grieta junto al fluorescente del techo. Cuando la mujer del número 21 entró con su hija, una niña escuchimizada que había estado dando vueltas por toda la habitación, subiéndose a todos los asientos, suspiró. Cuando se cerró la puerta la luz volvió al color rojo, el de la larga espera. Las diez y veinte y lo que queda todavía por delante. Volvió a repasar el número que tenía en la mano. Las ocho y cuarenta y cinco. Maldijo para sí no haber venido antes. En sus brazos, Carlos seguía llorando, le pareció que estaba más rojo. Procuró acomodarse, todo lo que alguien puede hacerlo en un asiento de plástico, y se recogió el pelo rubio que le caía sobre la cara. Cuando levantó la vista se encontró con los ojos de la señora que tenía enfrente. Los retiró un par de segundos después, que le parecieron una eternidad embarazosa, como si los ojos de la señora fueran los ojos de todo el hospital posados en ella. Empezó a buscar algo en el bolso. “Toma un caramelito hijo, no llores más, ¿te gusta verdad?” “Ahora no, no querrás que se te ponga la lengua verde cuando veas al doctor. Espera un poquito y luego lo podrás tomar.” Marta había escuchado a la desconocida del autobús con dedicación. Le había parecido que necesitaba compañía. Quizás la mujer había adquirido con la costumbre ese trabajo de acompañante de autobús. A lo mejor era ella la que estaba sola, el frío de los primeros días de octubre en la nuca, aquel vehículo atestado de soledad, las mejillas rojas de Carlos, la fiebre subiendo. Le pareció que ella también se sentía mal, sacó un espejo del bolso y se miró las mejillas. Atisbó un par de arrugas. ¿Cuándo había dejado de pintarse? ¿No iba ella maquillada al colegio desde primero de BUP? Su madre le regañaba, y ella se llevaba un espejo y el neceser que le regaló Miriam en su cumpleaños. ¿Cuándo había dejado de llamarla?

~~~Entonces, una voz que se dirigía a ella.~~~

La voz desconocida le increpaba por su falta mientras rugían las bocinas de los automóviles, y el viento seguía siseando con fuerza, haciendo cimbrear las copas de los árboles. Había desobedecido las leyes del hombrecillo de rojo. Sólo podía defenderse con un sordo balbuceo: “El sobre, el sobre…” Buscó bajo todas las ruedas fatigada por el gemido en el pecho y su bamboleo torpe al caminar. Tenía que haber venido con Juan. Pero no quería molestarle. Y Juan siempre está demasiado ocupado para su madre. Si no hubiera estado sola no habría ocurrido todo esto. Con alguien, sola no, sola era la desgracia. La marea de coches empezó a amainar en las dos vías de la carretera, hasta detenerse del todo.

~~~Sólo veinte segundos.~~~

La delgaducha salía del brazo de su madre, pegando saltos, zapateando y enseñando las paletas debajo de la sonrisa. Una visita muy corta, quizás la última revisión de la varicela, la cicatriz de una herida invisible a ojos ajenos. Demasiado corta para el rato que había pasado la niña dando saltos y trepando por las escaleras del hospital. No debía ser… Eso pensó Marta, que había oído al fin su nombre en la voz enlatada que daba paso a los pacientes. De repente, se esfumaron todas las imágenes de la mañana, aquel soñar despierto que ahora no estaba muy segura de haber vivido. Todo mezclado con los gritos de Carlos que parecía reponer fuerzas sólo para volver a llorar. Cuando estuvieron en la sala, el doctor empezó a examinar a Carlos con la frialdad de la rutina. “Abre la boca”, “túmbate aquí”, “a ver esas pupilas” A Marta le pareció tener delante a aquel profesor de ciencias naturales del colegio, el mismo bigote, la misma cara de pocos amigos, explicando con arisca frialdad algo sobre gérmenes, proteínas y células que ella no acaba de entender. Mientras oía el diagnóstico, faringitis, y le extendía la receta: un jarabe, unas pastillas y unos análisis para el mes próximo porque podía tener anemia por falta de vitaminas, cuchicheaba aliviada algo para sí misma, a la par que asentía con la cabeza. Le dijo a Carlos que se levantara.

~~~“Muchas gracias, señor, que Dios se lo pague.”~~~

Al fin lo encontró apresado debajo de una rueda. Golpeó la ventana y detrás de ella, le pareció encontrar la misma voz que la había insultado un poco antes. “Tenga más cuidado otra vez, señora”. El conductor se había bajado del coche y la había ayudado a sacarlo de ahí. En el lado de la vía donde ella estaba, se había formado una larga fila de coches. Los que no podían verla seguían bramando. Ya habrían pasado los veinte segundos, porque al otro lado los coches circulaban, los curiosos asomados a las ventanillas.

A esas horas de la mañana, el hospital no suele ser un lugar para encuentros espontáneos, para paseantes observadores. Sólo entradas y salidas. Es más difícil ver con el viento de levante en el rostro detrás de las trincheras de bufandas. Quizá por eso nadie la vio trajinar entre la marea de coches. El siseo de su voz, el baile alambeado de las copas de los árboles, se mezclaba ahora con el rugido de las bocinas. Un rechinar de las ruedas silenció a toda la plaza del hospital. El sobre volvía a perderse en el aire. Marta pudo verlo elevarse desde la ventana de la sala de espera. Carlos estaba ahora tranquilo, chupando el caramelo. El sobre parecía jugar con el viento que lo mecía hacia el cielo.

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Imágenes
http://www.motorpasion.com/tag/semaforo
http://www.cincodias.com/articulo/sentidos/importa-publico-sea/20091119cdscdicst_2/

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