viernes, 23 de septiembre de 2011

Remember nº 6: Lobo Solitario en la Ciudad Destripada - Notas de un cuaderno de cacería

Esto lo escribí hace ya tiempo, no está muy elaborado, pero últimamente me viene al pego.

En esta ciudad la raza de los lobos solitarios parece estar en peligro de extinción. No sé si es cierto. Sé que los lobos vagan por los parques bajo las ramas de los árboles y en las calles oscuras, tragando sombra en cada paso. Algunos anidan en las esquinas y en las cancelas de las tiendas cerradas a la noche, buscando un sitio en el que poder recoger sus cuerpos, el lugar que la ciudad les niega. El hatillo es humilde, puede ser una guitarra y un sombrero, un pincel y un lienzo, una botella de vino, unos ojos felinos hundidos en la penumbra, o sólo un lápiz y un papel. Los lobos no caminan. Deambulan. Buscan. Esperan. Pero muchos ya no son capaces de salir y se quedan encogidos en su madriguera. Tienen miedo de que la ciudad les engulla. Miedo a verse en una esquina temblando de terror con el rabo entre las piernas. Los que aún salimos a cazar, buscamos en el aliento de la ciudad el rastro de una nueva presa.

Es de noche. Camino por lugares comunes, rostros comunes, palabras comunes sin que nada excite mi olfato. Tomo entonces una vía nueva, una callejuela que me lleva a un lugar que desconocía: una plaza recientemente levantada de entre despojos de piedra, rodeada de edificios de nueva planta de frialdad industrial. A pocos metros de mí hay una fuente. En realidad son varios géiseres artificiales, chorros de agua verticales desde el suelo hacia arriba y de nuevo abajo en un ciclo invisible. Me siento en un banco cercano y empiezo a divisar el lugar: la desnudez metálica de la plaza, el gélido afeite de los edificios, las antorchas afiladas como dedos huesudos que la iluminan. El ruido del agua se proyecta desde la fuente a mi cuerpo, desde mi cuerpo al espacio vacío a mi alrededor, abarcándolo todo.

En ese momento, un aliento frío golpea mi espalda. Miro hacia atrás sin ver a nada, ni a nadie, sólo el vacío. Ahora mismo soy débil, soy un perro defecando. Defeco palabras convulsas, irracionales. Soy incapaz de controlar mi esfínter. Proyecto mi propia muerte a manos de un depredador más grande. Tengo que huir, pero una misteriosa fuerza me arrastra en esta vorágine. Entonces, en una puerta, en un edificio del fondo, una mujer hace la limpieza. Como el despertar de una pesadilla ante un estímulo exterior, lucho contra la invisible cadena que intenta estrangularme hasta que recupero la libertad. Vuelvo a las calles y de repente, la ciudad me parece ahora diferente, como si en esa plaza de soledad terrible y mágica hubiera tomado una puerta misteriosa que me permitiera ver otra ciudad, aunque las baldosas, los muros y los rostros sean los mismos. Quizá un dios caprichoso y bromista le haya dado la vuelta mostrando su cara interior. Tengo la impresión de ser un recién llegado y tuerzo las esquinas al azar sin ir a ningún sitio, observándolo todo como la primera vez. Voy alimentándome de su luz, sus sonidos, sus imágenes, buscando los secretos que guarda.

Entonces me fijo en las entrañas de la ciudad, las tripas de piedra que están abiertas, rasgadas y colgantes por cada esquina. Esta ciudad va dejando despojos de granito en cada rincón, piel muerta en estado de putrefacción. Pero no es sólo la desnudez material de este organismo, veo también la otra desnudez, la que se intuye en las conversaciones de bar y de esquina, en los paseos vespertinos de rutina, en el fluir de sus células. Decido dejar de camuflarme en las sombras. Muestro a la ciudad mi impúdica piel de lobo solitario. En el laberinto venoso, los glóbulos rojos circulan a veces solos, otras en camada. Al verme se asquean de la obscenidad que cometo contra la ciudad. Piensan que la profano dejando mis heces en el camino. Pero los glóbulos siguen con su fluir torpe y apretado, no pueden detener la inercia de ese obtuso mecanismo. Siempre alimentando a la ciudad para que no le falte oxígeno. Seguir adelante siempre. Circular, circular. Es la obsesión de los hematíes. Ninguno se atreve a mirar a la ciudad a los ojos.

Entre esas células creo ver algunos lobos solitarios. Pero a veces es difícil diferenciarlos de las hienas y los perros. Uno de ellos se prodiga en una letanía de humo de tabaco, mientras espera la gran oportunidad, el gran golpe que le haga evolucionar, que lo salve para siempre de su condición de cazador clandestino, de acechador de esquinas. Sobre un muro vive apoyado otro espécimen mirando un sombrero en el suelo babeando por un sonido, bronce contra bronce. “Muchas gracias”. Sus ojos esquivan a los míos. Entonces me doy cuenta de que los lobos solitarios jamás podremos revelarnos contra la ciudad, ni destruirla, ni levantar una nueva. No mientras llevemos en la nuca el aliento del vacío.

Me atrevo a tomar esa escalera siempre temida, asfixiada entre dos edificios, hogar seguro de bacterias carroñeras. Pero como narcotizado por esta otra ciudad, no me importa que pueda dar con mis huesos en la tierra. Entonces en el último escalón, la ciudad me vuelve a sorprender. Una corona fulgente, semiesfera estelar ciega la noche desde lo alto de un vetusto y ciclópeo edificio. Creo tener mi apetito saciado y me siento a digerir en los escalones de su pétrea fachada con su himen a mi espalda.
 
Pero desde aquí puedo ver de nuevo la ciudad sometida a una operación quirúrgica. Cirugía de ladrillo y metal con emplastes de hormigón. Frente a mí, elevándose hasta las nubes está un erecto bisturí, una fálica aguja, el fetiche al que adora esta ciudad permanentemente destripada. Gracias a él esta ciudad puede ponerse un poco más guapa cada día. No le importan los efectos secundarios. Da igual porque mientras haya glóbulos no le faltará el oxígeno, da igual si la sangre se coagula en alguna arteria, la ciudad puede arrancársela y esperar a que le vuelva a crecer, mientras se limpia de excrementos, de células muertas que se pudren en las frías paredes, esperando, deambulando…

Fatigado, salgo del laberinto. Mis zarpas arden, sangran. Las garras desgastadas. La lucha contra la noche y el vacío ha sido dura. Ya sólo puedo volver a mi madriguera a lamer mis heridas. Todo ha sido por comer el fruto de la ciudad, el secreto terrible y mágico que guarda en sus entrañas. Es la paradoja de los lobos solitarios. Necesitamos de él para vivir.

1 comentarios:

Carmen dijo...

Oju Deivid, que angustia, que asfixia. No estés tú así, chiquillo, respira...

Besos.

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